martes, 6 de noviembre de 2007

Wilhelm Dilthey, Hombre y mundo en los siglos XVI y XVIII. México, FCE, 1978.

La tercera entre las obras capitales de la dogmática protestante es la Institución de la religión cristiana de Juan Calvino. Era la última dogmática creadora y, al mismo tiempo, la exposición ortodoxa de una confesión ya consolidada. Su primera edición aparece en 1535, un año antes del más importante escrito confesional suizo, pero la obra madura en las ediciones que se siguen a partir de 1539. Junto a la edición latina tenemos traducciones francesas, alemanas, inglesas, españolas, húngaras, que la extienden por todos los dominios de la religiosidad reformada. Desde los orígenes del cristianismo representa la exposición literaria y científicamente más perfecta del mismo y sólo ha sido superada por la dogmática de Schleirmacher. Su perfección verbal y lógica cerró el campo para cualquier otro desarrollo real de la doctrina reformada durante la época. Pero ventajas tan extraordinarias eran consecuencia de que la viva y amplia religiosidad de Zwinglio, de alto vuelo, se redujo a una conexión apretada, lógica y bíblicamente irrebatible y prácticamente abrumadora, obra de una cabeza intelectualmente poderosa pero no creadora. Era natural que esa religiosidad se empobreciera y se hiciera rígida.
Calvino era de naturaleza completamente latina, regimental. Nacido en Noyon, Picardía, en 1509, estaba lleno de un espíritu anticlerical por obra de su familia y de su patria. Tuvo una gran importancia para su modo de pensar que como discípulo de Alciatus se asimilara el espíritu del derecho romano. Por lo mismo que esta jurisprudencia había surgido del humanismo francés, Calvino, recobrada su independencia a la muerte de su padre, prefirió los estudios humanistas. Su juventud en París a partir de 1531 transcurre bajo buenos auspicios. Se entrega a los estudios humanistas bajo la dirección de Pierre Danès, uno de los espíritus más universales del Renacimiento. Gustaba por esta época de los ejercicios corporales, los viajes de placer, las marchas a caballo rodeado de amigos, atraía por sus maneras distinguidas y el estudio le hacia olvidar en ocasiones el sueño y la comida. También tuvo mucha importancia que se entregara con predilección a Séneca; en su primera obra (1532) interpretó el tratado De clementia. Dice en el prólogo que cuando Séneca habla de cuestiones morales destaca como un rey de entre todos los demás escritores; su lema es tecum habita, y como meta de la acción moral fija, como Séneca, la tranquilidad de ánimo o la paz. Observa Beza en su Vida de Calvino que los vigorosos sentimientos de Séneca estaban a tono con las costumbres de Calvino, quien leía a Séneca siempre con agrado. Y existe una manifestación analogía entre el modo como el sistema estoico alía la doctrina de la necesidad con el sentimiento más fuerte de la independencia moral y el modo como la religiosidad de Calvino lleva a cabo igual alianza en un plano más elevado. En esta obra de Calvino no se encuentra, me parece, ningún prenuncio de su conversión, que tuvo lugar un año más tarde, en 1533. Inmediatamente después aparece como señor de los círculos reformados de París. Tiene que huir, vivir con nombre supuesto; siente a menudo, como ocurre con los temperamentos señoriales, una gran ansia de oculto retiro, en lugares diferentes de Suiza e Italia, y ya el año 1535 publica la obra de su soledad, la Institución. Con esta obra se nos presenta ya perfecto y definitivo ante el público europeo de las luchas religiosas. Casualmente, el curso de su viaje fue retenido por Farel en Ginebra, y desde esta ciudad consolidará como un señor nato la religión reformada, prestándole el grado máximo de fuerza eficaz frente a la política católica de los papas y de la monarquía española, inspirada en el punto de vista regimental más grande. Mientras Felipe II sacrificaba con consciente dureza montones de herejes a la concepción católica regimental, Calvino, por su lado, como antípoda de la restauración católica, hacía otro tanto; mandó quemar al gran Servet; impuso su ley moral con prisiones y ejecuciones y oprimió a los “laberintos”, entre los que se encontraban espíritus templados y osados que habían comprendido, entre otras cosas, la doctrina fecunda de un espíritu inmortal del universo todo; trató al mismo tiempo de aunar las iglesias contra Roma, pero fue demasiado tarde. De haberse adelantado, acaso la suerte de la causa protestante hubiese sido otras.
La impresión que causaba su persona era de mayestática grandeza, de maneras distinguidas, apenas si se le veía fuera de sus asuntos y en ellos siempre en relación con los gobernantes de la ciudad. Dormía poco y trató a su cuerpo tan imperiosamente que éste cedió en seguida. Su dominio del idioma lo convirtió en uno de los creadores y maestros de la nueva prosa francesa. Pero no poseía el don supremo del escritor, la originalidad y la riqueza espiritual. Su actividad de escritor, lo mismo que la de los grandes príncipes de la Iglesia y los papas, estaba al servicio de su acción regimental. Esta acción era su instrumento. Como exigía ante todo la codificación de la religiosidad reformada, éste fue también el servicio principal prestado por su obra.
La Institución del Calvino destaca de la plenitud espiritual de Zwinglio el encadenamiento lógico de los grandes motivos religiosos de la acción absoluta de Dios, de la elección de gracia y de la habitación de Dios en la comunidad santa que elige como instrumento, pero excluye todo el profundo y cordial panteísmo de Zwinglio.
En esta conexión de tipo formal se instituye, partiendo de la acción omnicomprensiva de Dios, el valor religioso supremo de la persona creyente y la máxima tensión de la actividad moral. El dogma peligroso, pero buen alimento de la voluntad, acerca del carácter perdurable de la gracia, señala el punto extremo de la seguridad del hombre en sí mismo. Jamás se ha sentido y expresado con más fuerza la sublimidad del destino humano. Cuando más tarde el calvinista ginebrino Rousseau consagra en la literatura el infinito valor sentimental de la vida, nos encontramos ante una transformación secular de la conciencia calvinista del valor trascendente infinito de la persona creyente.
Pero esta estimación clasista de la vida presta semejante valor infinito tan sólo al proceso religioso-moral actuado por Dios en el hombre, y que le pone en comunicación con Él. Por eso la religiosidad calvinista tiene en su médula un carácter completamente distinto de la vida religiosidad de Lutero que abarca al hombre entero, que transfigura toda la radiante alegría por lo natural; posee un carácter de adusta gravedad, que llena la vida con el deber religiosos frente a Dios. Si se lee la clásica parte final del libro de Calvino: de vita hominis christiani, se evocarán más a menudo las producciones máximas de la piedad católica que no la obra de Lutero acerca de la libertad del cristiano. Sólo que en lugar de la imitación de Cristo tenemos el séquito de Dios como principio que informa y santifica todo momento de la vida. “El principio de la formación cristiana de la formación cristiana de la vida es: el deber de los creyentes consiste en ofrecer a Dios sus cuerpos como una hostia viva, santa y grata a El, y en esto también el culto legítimo de Dios. Estamos consagrados y dedicados a Dios. Por eso nada podemos pensar, hablar y obrar que no sea en su honor. Porque lo que ha sido consagrado a El no puede, sin una gran injusticia, ser empleado para usos profanos. No nos pertenecemos a nosotros mismos, por eso debemos olvidarnos y con nosotros todo lo nuestro. Pertenecemos al Señor y por eso toda parte de nuestra vida debe ser referida a El como el único fin legítimo”.204 De este principio de la religiosidad calvinista brota la exigencia del olvido de sí mismo y de no buscar lo suyo. Esta abnegación es la raíz profunda de todo sacrificio real por otro. Pero de un modo positivo éste descansa en el hecho e que mediante la relación común con Dios se restablece la relación común con el hombre. “Tú dices que este hombre es para ti un extraño, pero Dios le ha impreso la señal que indica su parentesco contigo. Tú dices que es despreciable y no sirve para nada, pero Dios lo ha condecorado con la huella de su imagen”. De la misma relación con Dios deriva la tranquilidad del ánimo, su elevación sobre todas las pasiones y todos los destinos, que se funda en la entrega a los grandes fines del regimiento divino del mundo y la confianza en ellos.
Esta religiosidad se diferencia de la de Lutero por los rudos deberes del guerrero de Dios, en su áspero servicio, deberes que llenan toda su vida. Se diferencia de la piedad católica por la fuerza desatada de la acción independiente. Pero su carácter genuino obedece a que todo el sentido religioso de la vida deriva del principio del señorío de Dios y de la predestinación, y en este señorío se motiva toda relación con los demás hombres y, finalmente, se asienta una orgullosa dureza contra los enemigos de Dios. Ya para Zwinglio el hombre, si se prescinde de la revelación y de la acción de Dios en él, es un ser sensual, en el fondo no otra cosa que el animal. También, según Calvino, la condenación a la muerte eterna ha tenido lugar antes de la creación del mundo, y el ateísmo, que la Providencia ha destinado a esta condenación, se funda en la perversidad de la naturaleza abandonada por Dios, y todas las malas acciones que en ella se producen constituyen la consecuencia de esta perversidad congénita del abandono, como el fruto viene del árbol y el arroyo de la fuente.205 Dios se sirve de las acciones de los malos, de las que es tan inocente como los rayos del sol de la putridez de un cadáver que, sin embargo, se corrompe bajo su acción.206 Si seguimos aguas arriba hasta su fuente esta corriente de perversidad abandonada de Dios, tenemos que Dios ha decretado la caída del primer hombre, es decir, que no sólo la ha permitido sino que la ha actuado cuando le dotó de una inestabilidad de la voluntad y lo entregó luego a su propia naturaleza.207 Pero así como los animales no se pueden quejar de que no hayan sido creados hombres, tampoco los condenados pueden quejarse. Pero por muy afín que esta doctrina sea de la de Zwinglio, Calvino, que pasó su vida en una lucha dura y hasta amarga, lleva, como juez, a un reconocimiento religioso mucho más fuerte lo activo y responsable en el hombre, lo que en él conduce a la reproducción y se manifiesta en lo réprobo. Al mismo tiempo le empuja el deseo de una mayor conformidad dogmática con la Escritura y con los luteranos. Así enlaza a la inestabilidad de la condición primera la voluntad libre (liberum arbitrium).208 De este modo se aparta del determinismo filosófico de Zwinglio y se pone más de acuerdo con el resto de los protestantes. La posibilidad religiosa más profunda de la terrible doctrina de la reprobación —el decretum horribile— reside en que toda criatura sirve a la gloria de Dios; como en los elegidos de gracia Dios se impone como fin de sí mismo, nace el sentimiento terrible de la religiosidad calvinista según el cual los abandonados por Dios no son más que medios en el plan divino del mundo, mientras que los agraciados se elevan por la acción de Dios en ellos a la categoría de un valor positivo de este plan. La fórmula de la doble predestinación, anterior a la creación del mundo, para la vida eterna y para la muerte eterna, lo mismo que el carácter perdurable de la gracia son la expresión de este plan.
Si consideramos en su conjunto este temple de ánimo calvinista veremos que el culto, la organización de la comunidad y la fórmula dogmática se hallan condicionados de manera homogénea por él. Lo mismo que en esta religiosidad hasta el mismo Dios humanizado, visible en Cristo, se convierte en mero instrumento mediador de esa acción omnipresente de Dios, así también el gran avance del espíritu protestante hacia lo invisible y no plástico se tiene que desarrollar en su culto de manera más completa que en la religiosidad luterana. Lo invisible y su voz llenan el ámbito de las desnudas iglesias reformadas. Desaparecen las imágenes de Cristo y los crucifijos porque lo visible, lo humano en Cristo, no tiene participación ninguna en su divinidad redentora. El mismo sentimiento empuja a Zwinglio a rechazar la absolución sacerdotal, pues el espíritu divino gobierna con independencia de todos los órganos exteriores, libre e invisible, y así caducan todos los derechos del clero católico sobre el pueblo o las comunidades cristianas. También Calvino sostiene la independencia de la comunidad religiosas respecto a la sociedad política y define la Iglesia como el “pueblo de los elegidos”. La sociedad eclesiástica descansa en la voluntad total de esta Iglesia, es decir, de todos y cada uno de sus miembros. Los eclesiásticos reciben su mandato de esta comunidad,209 mandato que se halla vinculado al contenido de la Biblia y que se extingue en cuanto lo sobrepasa. Por eso también la excomunión no puede tener lugar más que por acuerdo de los representantes de esta comunidad.210 Es digno de notarse cómo las consecuencias de la doble predestinación se extienden también en Calvino a la conciencia eclesiástica. Esta se potencia al infinito en su sentimiento de sí misma y en sus exigencias de santificación interna y de fuerza actuante. Por el doble decreto de Dios esta comunidad ha sido ya limitada desde antes de la creación. Hasta la misma encarnación de Cristo y su pasión se refiere exclusivamente a esta comunidad restringida de los escogidos. Y de esta suerte queda transportada la eternidad de los decretos divinos.
La exposición sistemática de la religiosidad calvinista está condicionada, a tenor de la fundamentación que nos ofrece la obra de Zwinglio, porque la relación de Dios con los hombres, que constituye el contenido de la religiosidad, es conducida a través de las diversas manifestaciones principales de Dios que nacen de esta relación, la Creación, la Redención y la Salvación. Así surge la conciencia articulada de esta religiosidad en la representación de Dios como Creador, Redentor y Salvador, según el esquema del símbolo apostólico. Por esta razón, el hecho de que la doctrina acerca del hombre no constituye parte principal de la Institución y que, por el contrario, la acción de Dios se convierte en el objeto exclusivo de la contemplación religiosa resonando por todas partes la relación predominante con esa acción, representada nada menos que la genial expresión constructiva de la religiosidad calvinista, que en ese aspecto no ha sido alcanzada por ninguna otra hasta su época. Este desarrollo sintético de toda la materia religiosa partiendo de la acción de Dios en los hombres según el nexo contenido en su decreto, es el único pensamiento auténticamente arquitectónico que se destaca del montón de libros de la dogmática protestante, durante un período que, hasta Calixto, cubre más de siglo y medio.
El método según el cual Calvino elabora la masa con esta articulación es también el más consecuente dentro de lo protestante. Se excluye toda ayuda, siquiera sea formal, de la filosofía. De la religiosidad reformada vivida se deriva, mediante una interpretación magistral de la Escritura, una conexión conceptual puramente religiosa y sólo en algunos pocos puntos se encuentra una recaída desde las categorías religiosas de la acción, de la fuerza, de la obra divina, del proceso de la fe, en la metafísica de los viejos símbolos cristianos, Y donde esto ocurre, como especialmente en el tratamiento de la doctrina de la Trinidad, se halla condicionada por el afán de catolicidad y de acuerdo con la masa de fe protestante. Pero el punto de vista de la predestinación no alcanza a explicar elementos importantes de la religiosidad cristiana; así, las exigencias de la ley a todo hombre, la conciencia bíblica expresada de la responsabilidad, el derecho de Dios a los castigos eternos, la conciencia contenida en el proceso de fe de la cooperación del hombre en el logro de la salvación. Al mismo tiempo, en la Institución de Calvino se suprimen todas las ayudas filosóficas recogidas por Zwinglio al objeto de esta explicación. Y así, esta dogmática se ve conducida en último término a la insondabilidad de su conexión última, al misterio o, lo que es lo mismo, a la arbitrariedad escotista de Dios y a la condenación de la curiosidad humana. Esta hubiera conducido a un espíritu filosófico al problema del conocimiento humano de las cosas supremas; y en ese caso hubiese cobrado conciencia reflexiva la posición nueva de la conciencia y reformada frente a la conciencia católica; y se hubieran ahorrado a la Iglesia reformada innumerables errores, disputas sin cuento sobre la predestinación y la voluntad humana. Pero también esto entra en la cuenta de las maldiciones del rígido principio escriturario pro el cual, en lugar de buscar la fundamentación de la fe en las profundidades de la experiencia interna, se acudió a los enigmas de las palabras bíblicas.
Al extender Calvino su interpretación de la Biblia a todo el conjunto de la misma, dos causas produjeron el predominio del punto de vista del Antiguo Testamento, que imprimió a la religiosidad reformada su carácter bíblico, introdujo en la exégesis una conexión según rigurosos conceptos bíblicos y preparó el terreno para el sistema sociniano y la libre investigación de la Biblia. Este predominio del Antiguo Testamento estaba condicionado por el punto de vista dominante de la acción omnicomprensiva de Dios, la determinación de su esencia, en al sentido escotista, como voluntad insondable y la fijación de la finalidad de todo lo creado en la gloria de Dios. Pero, pero otra parte, toda interpretación lógicamente rigurosa de los conceptos bíblicos de la gloria de Dios como fin de todo lo creado, de la promulgación de la ley, del pueblo escogido como propiedad suya sagrada, así como del establecimiento del señorío de este pueblo mediante el Mesías, tenía que llevar, hoy como ayer, a considerar ese concepto como la premisa para la conexión de los conceptos religiosos dentro del Nuevo Testamento. Hasta el predilecto Pablo sólo podía ser interpretado a partir de esos conceptos del Antiguo Testamento. Y como faltaba la idea de un desarrollo da la piedad cristiana del Espíritu Santo en la Escritura, tenía que sacrificar a los duros conceptos del Antiguo Testamento la amplitud, la suavidad y la profundidad insondable de los cristiano, hechos posibles por el horizonte universal de la época de Cristo y que penetra en forma menos captable, como todo lo genuinamente vivo, pero perceptible, por los Evangelios y las Epístolas de Pablo. Por eso, gracias a la magistral demostración dogmática de Calvino, la religiosidad reformada se ha colocado en puntos importantes detrás del Nuevo Testamento.
Voy a destacar sólo algunos puntos de la Institución. Calvino agrupa y simplifica toda la doctrina de Dios creador y conservador en el enérgico concepto de la actualidad divina. La omnipotencia de Dios está siempre alerta, actualmente, en acción contante. Dios es energía. Como tal está en toda acción singular, no existen causas segundas ni tampoco diferencia entre la permisión de Dios y su acción, y por esto no es posible distinguir entre Dios y los hombres cuando se estudia la causa de la culpa o de la gracia. Así, Calvino, en el umbral mismo, quema todos los puentes. No es posible conciliar con esta acción omnicomprensiva de Dios que el primer hombre haya sido creado a imagen de Dios y equipado con libertad. Tampoco es posible, como observa agudamente Calvino, explicar por el mero orden de la naturaleza que por la muerte de un hombre todos caigan en la muerte eterna, sino que hay que atribuirlo al terrible decreto de Dios (decretum quidem horrible, fateor). Y si se pregunta por la razón de Dios para semejante conducta, contesta Calvino que Dios no es sin ley, sino ley de sí mismo, y la causa de la condenación eterna queda tan oculta al hombre como el hecho de por qué Dios hace que vengan al mundo algunas de sus criaturas ciegas, mudas, tullidas y que otras caigan en locura. Por todas partes nos rodea el misterio. Y si la Encarnación y la Redención se subordinan al concepto supremo del gobierno divino, no se puede dar satisfacción partiendo de él a la hondura de la cristiandad primitiva y no nos queda más que la posibilidad del acto de voluntad divino y la demostración por la Escritura. La Encarnación no es para Calvino más que el remedio más adecuado y en tal sentido exigido por el decreto absoluto, y en este punto se rompe, en el sentido escotista, la conexión de necesidad entre la esencia de Dios y la Encarnación. Se disuelve el núcleo vivo del dogma cristiano de la Encarnación. El ingrediente más importante de la religiosidad protestante, la confianza en Dios, no es resultado de la reconciliación sino de la predestinación que la condiciona: Cristo no es el autor, sino el instrumento y el servidor de la gracia, y sólo por la buena voluntad de Dios (ex Dei beneplacito) podía hacer algo de mérito, y Calvino llega a señalarlo como el mediador entre el decreto salvador y la humanidad. Por todas partes se hace valer un nuevo rasgo unitario, pero desde la unidad última de la voluntad divina nos mira insoluble todo el misterio del mundo, concentrado en un solo punto. Aquí reside la más profunda diferencia con la religiosidad de Lutero, para quien la relación con Cristo y la confianza que nace de ella se hallaba en el punto focal de su religiosidad y en el rostro de Cristo se podía leer la solución de todo el misterio de los propósitos de Dios para con el hombre. Finalmente, también el pan y el vino de la comunión son para Calvino nada más que instrumentos de una acción invisible, con lo que vuelve a entrar el dogma en lo misterioso.
En la escuela teológica que ahora prevalece se ha intentado demostrar el acuerdo total de la religiosidad reformada y la luterana con respecto al dogma capital de la época de la Reforma, la doctrina de la justificación y de la reconciliación; se basa este intento en el supuesto de que Lutero habría condicionado totalmente la religiosidad de la Reforma. Así, Zwinglio y Calvino han sido excluidos de la historia de los dogmas. Allí donde Zwinglio se desvía de Lutero se convierte en materia de la historia de la teología y Calvino es concebido como “epígono de Lutero”. Frente a esto, y con todo el respecto por los grandes servicios de esta escuela, yo me encuentro con un resultado diferente. Las iglesias reformadas manifestaron una energía y una fecundidad en la afirmación del protestantismo que sobrepasa al a del luteranismo; por esto les fue posible a base de una nueva forma de religiosidad cristiana que muestra por doquier una fisonomía bien perfilada. Esta religiosidad se expresa en dogmas y en una conexión de los mismos que difieren de todas las grandes concepciones anteriores o contemporáneas. Y hasta se puede decir que la religiosidad reformada demostró una fuerza dogmática mayor que la luterana. El dogma de la acción omnicomprensiva de Dios, de la doble predestinación y de la elección de gracia representan una expresión tan concisa y clara de una nueva religiosidad como cualquier otro dogma desde la fundación de la Iglesia católica. Esta religiosidad reformada se revela de una importancia enorme, en la época en que se acuñaban las nacionalidades europeas, para la formación del carácter de las mismas. Dio a Suiza, en la medida en que se implantó en ella, el carácter honrado, grave, de su piedad y de sus costumbres, que han hecho posible la conservación de su constitución libre. Reunió las siete provincias nórdicas de los Países Bajos en una entidad religioso-política que conservó la dirección en las luchas por el nuevo cristianismo, por la libertad política y por la ciencia progresiva, hasta el momento en que, a causa de un cambio profundo en la situación de los poderes económicos y de las relaciones mercantiles, la dirección de este movimiento se trasladó a fines del siglo XVII a Inglaterra, a cuya cabeza figuraba ya un Orange, hijo de héroe, Guillermo III. Llenó a Escocia con el espíritu unitario de una piedad profunda, libre, grave, hasta cavilosa, pero que se manifestaba en una vida política fuerte, y la convirtió en fortaleza de la libertad religiosa y en sede de la gran especulación de Inglaterra. A muchos países alemanes su religiosidad los impregnó de un temple suave y liberal. Hasta en aquellos casos en que esta religiosidad reformada se hizo valer como minoría o se sumió como una parte de la vida religiosa de un país, se manifestó como un fermento de fuerza muy peculiar. Los hugonotes franceses lucharon por su reconocimiento en unos avatares llenos de sangre y de sacrificio, aliados con la libertad estamental y con el espíritu humanista; fueron vencidos por el poder; la necesidad vital de la monarquía sacrificó el espíritu de la religiosidad independiente a la unidad del Estado; consecuencia fue su poderío exterior pero también su fragilidad interna, pero hasta el día de hoy podemos seguir en la literatura de este país la influencia del espíritu reformado. En la religiosidad inglesa el espíritu reformado constituyó una parte importante, y se hizo valer en Norteamérica, en Hungría y en la diáspora entera. Esta religiosidad reformada prestó a la piedad protestante la más activa energía exterior, ofreció a Calvino, a los de Orange, a Cromwell, un horizonte mundial para sus combinaciones político-religiosas; su principio de libertad fue una gente poderoso de libertad burguesa; su alianza con el humanismo fomentó el gran movimiento filológico de los siglos XVI y XVII; y si se excluyó de la religión de la fe toda la filosofía, sin embargo, al discutir la predestinación trató con atrevida lógica el problema humano más profundo y preparó así un suelo libre a las ideas filosóficas en los Países Bajos primero y luego en Inglaterra. Finalmente, esta religiosidad reformada conservó, partiendo de Zwinglio, las grandes ideas de la revelación universal, de la luz interior libre, independiente de la letra, y de la comunidad autónoma; estas ideas prevalecen luego en los arminianos, independientes, puritanos, cuáqueros, y en el siglo XIX llegan a su plano desarrollo, lo que acontece con la colaboración viva de la religiosidad reformada en un Schleiermacher, en un Carlyle y en un Emerson. Una fuerza tan extraordinaria se debe precisamente a la sencillez original en la fundamentación de la piedad reformada. Al colocar al hombre en la conexión de la acción omnicomprensiva divina, ganaba para él una potencia imperecedera, lo levantaba sobre el curso del mundo y lo convertía en la unidad de fuerza más compacta que ha conocido la historia; esta voluntad vio su meta en la finalidad, bíblicamente establecida, de la piedad cristiana y se alistó en el ejército de la invisible Iglesia visible. Nunca ha habido una religiosidad de carácter más apretado.
Todo esto condicionó la evolución de la dogmática reformada. La doctrina de fe protestante desarticulaba, mediante la reflexión dogmática, toda la religiosidad viva de la Reforma en partes que se completaban: en la operación de Dios y la cooperación del hombre, en Escritura y espíritu, en culpa del hombre y su acomodo en la economía de salvación, en satisfacción, reconciliación y santificación, en gracia de Dios y colaboración del hombre en el proceso de fe. Cuando la ortodoxia reformada se desenvuelve desde Zwinglio hasta Voetius en la dirección de la elección de gracia, alcanza su compacta sencillez mediante la exclusión de los aspectos y motivos contradictorios de la religiosidad protestante, más amplia. Se desenvolvió vía exclusionis. Su sistema fue cada vez una instrumento más afilado, y también los grandes héroes de la fe en las iglesias reformadas simpatizaban con la predestinación. Así, el desarrollo dogmático dentro de las iglesias reformadas se llevó a cabo en una lucha exterior de los grandes motivos de la piedad protestante entre sí, mientras que en la Iglesia de Lutero del sistema ortodoxo mismo, todo manual del mismo, representaba el campo de batalla de estas fuerzas en pugna. El escenario de este desarrollo dogmático abarcó toda la Europa occidental. La escuela teológica de tormento. Según Calvino una parte de los hombres está destinada al mal lo mismo que los lobos a despedazar corderos. Calvino se defendió recordando otros misterios terribles de la creación divina, los ciegos, los tullidos, los locos. Pero Catellio siguió afirmando que, según la ética de Dios, todos los males morales tenían que derivarse de la libertad del hombre. Así preparó el arminianismo. También tuyo que abandonar su cargo y vivir del trabajo de sus manos en Basilea.
Esta dirección cobró nueva fuerza en Holanda cuando se restableció la relación de la interpretación de la Escritura con la filología humanista en el sentido de Zwinglio. Ya señalé cómo el humanista y político Coornhert (nacido en 1522 en Amsterdam) constituyó el centro de este movimiento, influido por Cicerón y Séneca. Su sentido fue llevado por Arminio (nacido en 1560 y desde 1603 profesor en Leyden) al campo teológico. Le inspiraban la naturaleza ética de Dios, que actúa en la gracia universal, y la dignidad y la libertad del hombre. Subraya el carácter práctico de la religiosidad reformada frente a la insoportable disputa dogmática, excluyendo para ello dogmas fundamentales. Por mediación de Episcopius y Hugo Grocio, el arminianismo se pone en relación con todas las fuerzas de la época más grande en ciencia filológica y política que han conocido los Países Bajos. En la misma dirección actuó en Francia la escuela de Saumuir, pero trató de mantener de acuerdo la universalidad de la gracia con la ortodoxia del símbolo de Dordrecht mediante distingos dogmáticos. Fue fundada esta escuela por el escocés Juan Camero (nacido en 1580, desde 1618 profesor en Saumur). Su discípulo Moisés Amyraut (nacido en 1596, desde 1626 predicador, desde 1633 profesor en Saumur) descubrió el enlace paradójico de un primer decreto universal con una predestinación restringida. Al orientarse este movimiento hacia el proceso moral e intelectual por el cual el hombre participa en su renacimiento, se vio conducido con Isaac Papin (nacido en 1657) a reconocer la fuerza libre del hombre, ya que se glorifica mejor a Dios mediante criaturas que obran libremente que por medio de sombras desvalidas.
La relación del humanismo y de la filología y la exégesis bíblica, nacidas de él, con la religiosidad reformada, condujo también a una forma libre de la teología reformada. En los Países Bajos actuaron Escalígero, Dalmasio, Lipsio, Isaac Vossius, Graevius, Heinsius. Sobre esta base se desarrolló una interpretación de la Escritura cuyo representante más destacado fue Hugo Grocio. Y de esta alianza de la religiosidad reformada con la filología surgió un poderoso impulso para revolucionar desde dentro el concepto bíblico de la dogmática mediante el establecimiento de una conexión lógica y exegénica precisas. No se puede negar la afinidad que a este respecto existe entre la interpretación de la Escritura por Calvino y el socianianismo. Sobre el suelo reformado nació la nueva combinación de conceptos dogmáticos de Hugo Grocio basada sobre la exégesis.
Trescientos años después de que fueron escritas estas doctrinas de fe, Carlyle se halla sentado en la cabaña de su anciana madre puritana, en Escocia; se identificaba con su sencilla fe reformada en modo más íntimo que con otra creencia cualquiera. El, el filósofo trascendental, el discípulo de Goethe, Schiller y Fichte, el genial historiador filósofo, sintió muy bien que la nueva religiosidad de estos hombres, lo mismo que la suya, representaba una etapa superior de la que tuvo su expresión en la fe reformada. Con la misma conciencia histórica del pensador, tan afín a él, Edgar Quinet, siguiendo el espíritu de las viejas congregaciones reformadas, se sintió autorizado, no estando presente ningún pastor, a ejercer los oficios piadosos anta el cadáver de su madre. Y cuando el autor de los Discursos sobre religión visitaba las comunidades de Herrenhut en Silesia consideró también, con la misma conciencia histórica, que no era sino otro miembro de esas comunidades pero en una etapa superior. En estos filósofos teólogos se prepara un estadio más algo de la religiosidad occidental. Los dogmas de las iglesias, los conceptos de los filósofos y hasta de los investigadores de la naturaleza, así como las creaciones de los artistas, todo es símbolo y escritura en imágenes. Pero lo que se expresa no es una verdad perfilada sino la misma vida insondable en la que se alberga también la conciencia de nuestra naturaleza superior y de nuestra conexión con lo invisible. Precisamente esta universalidad de la conciencia es un signo de que se halla fundada inconmoviblemente en la profundidad de la naturaleza humana. Leer más...

lunes, 11 de junio de 2007

CALVINO, FUNDADOR DE UNA CIVILIZACIÓN
Émile Léonard

Historia general del protestantismo. 4 vols. Trad. Salvador Cabré y Héctor Floch. Madrid, Península, 1967, vol. 1, pp. 263- 314.

Después de la liberación de las almas, la fundación de una civilización. Con Lutero, sus émulos y sus rivales, la Reforma había dado todo su mensaje propiamente religioso y teológico y las épocas siguientes no podían hacer otra cosa que repetirlo y completarlo. Más Lutero se había interesado poco por la encarnación de este mensaje en el mundo secular, al cual aceptaba tal y como era, y las experiencias de Zuinglio, de Muntzer y de los anabaptistas de Münster habían sido o de un contenido excesivamente reducido o demasiado revolucionarias para hacer salir a la Reforma del pietismo individualista donde corría el riesgo de desmesurarse y disolverse. Estaba reservado al francés y al jurista Calvino el crear más que una nueva teología un mundo nuevo y un hombre nuevo. El hombre “reformado” y el mundo moderno. En él ésta es la obra que predomina y la que nos da razón de su autor. Y es ella también, no ya sólo en Ginebra si no en la totalidad de su extensión a través del mundo y de los siglos, la que permite dar una respuesta a la pregunta de un Juan Powell, equilibrando el entusiasmo de los apologistas, desde Doumergue hasta Pfisterer –por no hablar más que de los más recientes- y las requisitorias de los detractores, como Galiffe, Kampschulte, Pierson, Pfister:
El reformador Juan Calvino, ¿ha sido uno de los más grandes teólogos y jefes de la Iglesia cristiana de todos los tiempos? ¿O fue, más bien, un profeta de las tinieblas que se engañó gravemente sobre la naturaleza y las implicaciones del Evangelio?[i]

1. El hombre, la vida, el pensamiento religioso

El hombre y la vida
[ii]
Calvino es humanamente lo más opuesto a Lutero, con quien normalmente suele ser comparado. Nacido el 10 de julio de 1509, tiene veinticinco años menos que el reformador alemán y forma parte –ello se suele olvidar demasiado a menudo- de la segunda generación de la Reforma, la cual no tenía que crear el protestantismo, sino consolidarlo y organizarlo. Originario de Noyon, es un picardo de la raza sutil, crítica e inquieta que había dado al evangelismo francés un Jean Vitrier, Lefevre d’Etaples y Gérard Rousel, raza de tan mala fama en el orden religioso que el nombre de “picardo” se atribuía en ciertos países a los herejes, a modo de apodo injurioso (Calvino se molestó por ello ante su joven visitante checo). Es un burgués, hijo de un hombre de negocios: el padre, Gérard Cauvin, legista y financiero, está encargado de los intereses del obispo, sus discusiones con la curia le hicieron caer en el anticlericalismo, desde siempre muy extendido en el país. La madre era piadosa: acompañaba a su hijo, que no lo olvidará nunca, a rezar ante las estatuas de los santos. El hijo recibe muy pronto un beneficio eclesiástico, cebo de una brillante carrera clerical. A los catorce años va completar en París la enseñanza recibida en el colegio de los “capitas”, de Noyon. En el colegio de la Marche tiene un profesor notable, el normando Mathurin Cordier,[iii] que será su colaborador en Ginebra; los canónigos de Noyon le envían luego al colegio de espíritu menos “laico” (un verdadero seminario, en realidad), de Montaigu: allí tuvo durante algunas semanas como condiscípulo a Ignacio de Loyola.[iv] Fue entonces cuando su padre decidió, como lo había hecho el de Lutero, dedicarle al derecho “mejor medio para llegar a los bienes y a la fama”. Esto no le privó, por lo demás, de obtener un segundo beneficio: el cuarto de Pont-l’Eveque, cerca de Noyon, donde habitaba su abuelo, un antiguo marinero. Con un año en la universidad de Orleáns (1528-1529)[v] se licencia en ambos derechos; prosigue sus estudios (1529-1531) en la Universidad de Bourgues, reorganizada poco antes por Margarita de Angulema, duquesa de Berry, y donde reinaba, por este hecho, un espíritu favorable a la Reforma: un gran jurista alemán, Melchior Wolman[vi] acrecienta los primeros conocimientos que el estudiante Calvino había podido recibir de Cordier. La muerte Gérard Cauvin, que había discutido con su propia Iglesia y que había sido excomulgado, permite a nuestro joven un nuevo cambio de frente: irá a estudiar letras y teología en el colegio parisino de Fortet, y asistirá a los cursos, de reciente creación, de los “los lectores reales”[vii]. Publica entonces su primera obra, comentario humanista, en latín, del De Clementia de Séneca (1532).[viii] Parece que data de este momento su dedicación plena a las nuevas ideas, puede -como se ha dicho- bajo la influencia de su primo Olivetán, cuya traducción de la Biblia revisa y prolonga. Pro otra parte poco había de había de hablar de este cambio espiritual, siendo poco dado hablar de sí, al revés de Lutero. La locución conversio subita que un día emplearía ha sido interpretada en el sentido de “conversión sufrida” (y no hallaríamos en los inicios de una experiencia de la predestinación) o en el de una “conversión súbita”. No, ciertamente, a al manera de un Wesley, que olvida y casi niega el encaminamiento interior de la gracia para no acordarse para no acordarse más del día preciso, y de la hora, de la “decisión” voluntarista. También Lutero había hablado de una iluminación repentina, la cual, sin embargo, no había dejado de ir precedida de una larga búsqueda de la salvación. Caso parecido al de Calvino. La insignia que éste adoptó más tarde (un corazón sobre una mano tendida hacia Dios) y la divisa Prompte et sincere, expresan bien no solo su propio comportamiento en ésta época capital sino también el que exigió a sus fieles: una vez reconocida la verdad seguirla sin titubear (promete) y sin compromisos (sincere). Actitud activista que caracterizará la Iglesia y civilización que de él procederán.
Si hemos de creer ciertas tradiciones locales, sus viejas le habían ya permitido predicar el Evangelio en algunos sitios. Después de una breve ausencia de París, ocasionada por el discurso provocador de su condiscípulo y amigo, el joven rector Cop,
[ix] regresa gracias a la reina de Navarra e incluso aparece en la corte, donde es acogido con favor. Pero vuelve a sus viajes, predica y (según el polemista católico Florimond de Raemond) distribuye la Santa Cena en Poitiers, reside en Angulema en casa de su amigo Louis du Tillet (que ha llegado a canónigo), se dirige a Nerac, donde Lefèvre d`Étaples –si hemos de dar crédito a Teodoro de Beza- habría saludado en él al “futuro restaurador del Reino de Dios en Francia”. Rehusará en Noyon los beneficios eclesiásticos, cuyas obligaciones no podía cumplir en modo alguno, regresa a París, donde la salida de los demás “bíblicos” dejaba a su cuidado el medio evangélico, pero nuevamente se ve expulsado a causa del asunto de los Pasquines[x]; estamos en los inicios del año 1535 y Calvino abandona Francia con du Tillet.
Entonces comienza lo que podríamos llamar su historia clásica, historia fácil de resumir en pocas líneas y a base de unas pocas fechas. Una estancia en Basilea le permite lista y hacer imprimir la primera edición de la Institution chrétien, que se publica allí mismo en latín el año 1536. Un viaje a Italia le conduce el mismo año a la corte de Ferrara, donde se hallaba Renata de Francia. La intolerancia del duque le impidió prolongar su estancia
[xi]. Cuando regresa, a pesar de su intención de volver a Estrasburgo a proseguir su vida de estudio, el primer reformador de Ginebra, Farel, le pilla en esta ciudad y le retiene en ella (julio de 1536) para que le ayude a organizar su Iglesia evangélica. No siendo al principio más que un simple “lector” de la Escritura, pronto logró imponerse gracias al importante papel que desempeña en las grandes asambleas religiosas reunidas en Suiza, y redacta para Ginebra, desde 1537, una Disciplina, un Catecismo y una Confesión de fe. Pero, siendo pastor, rechaza toda autoridad y niega a sus protectores de Berna el derecho a dictar leyes para la Iglesia, particularmente en lo que concierne a la liturgia y a la admisión de fieles a la cena. Es expulsado de Ginebra (abril de 1538), al igual que Farel. Mientras este último va a establecerse en Neuchatel, organizando aquella Iglesia, Calvino es llamado por los reformadores de Estrasburgo, Capitón y Bucero, para ser pastor entre los refugiados franceses y profesor de teología. Desde septiembre de 1538 hasta septiembre de 1541 lleva una vida apacible y activa y se casa; desarrolla su obra teológica, organiza su Iglesia y defiende los intereses generales de la Reforma, contra las concesiones de Melancthon, en las asambleas de Francfort, Worms y Ratisbona.[xii] Reclamado urgentemente en Ginebra por las disputas de la ciudad con la Iglesia (13 de septiembre de 1541), logra en seguida que se adopten las “Ordenanzas eclsiasticas” que constituyen la comunidad ginebrina casi según sus deseos. Allí murió el 27 de mayo de 1564, después de la lucha y la obra que vamos a explicar.

Experiencia y pensamientos religiosos
[xiii]
Esto constituye para el historiador y para el lector no teólogo lo más esencial de su inagotable actividad. La doctrina, que no puede naturalmente ser despreciada, no es más que un conjunto de experiencias organizadas en sistema. El último en el tiempo de los grandes reformadores, Calvino, hubiera llegado tarde para una obra teológica perfectamente original: la Institución cristiana, en su primera edición, es profundamente luterana. Pero el humanista que había sido y que seguirá siendo en sus realizaciones prácticas no hacía en teología obra de pura especulación:
La Palabra de Dios, enseña, no es para enseñarnos a balbucear ni para convertirnos en elocuentes y sutiles; sino reformar nuestra vida para que se conozca que deseamos servir a Dios y darnos enteramente a Él y conformarnos a su buena voluntad
[xiv]
Para Calvino se trataba de experiencia y de acción. Tal como lo decía la Epístola dedicatoria a Francisco I, Calvino había escrito la Institución para justificar a los protestantes acusados de doctrinas perversas y lo que en ella exponía, más que un sistema, era vida vivida por un alma profunda y ardiente.
La primera experiencia de Lutero había sido la experiencia del pecado y de la angustia del pecador. Calvino habla de ello en unos términos menos personales pero igualmente enérgicos:
Cuando la Escritura nos muestra quiénes somos es para aniquilarnos totalmente. Es verdad que los hombres se aprecian a sí mismos en grado sumo haciendo valer que existe una gran dignidad. Ya pueden apreciarse a sí mismos: sea como sea, Dios no ve en ellos más que basura y asco; les rechaza incluso hasta tenerles por detestables. Y así, ¿cómo tenemos esta locura y exageración en glorificarnos a nosotros mismos por lo que de virtud y sabiduría imaginamos poseer, cuando Dios, para aniquilarnos y confundirnos, usa solamente esta palabra: ¿y tú, hombre, quien eres? Cuando esto ha sido pronunciado ha sido para despojarnos plenamente de cualquier ocasión de gloria. Porque sabemos que no hay en nosotros una sola partícula de bien y que no podemos hacernos valer a nosotros mismos en cosa alguna.
Pero, admitido esto, el hombre, sus pecados, sus necesidades, sus angustias, diríamos incluso que su salvación, cuentan mucho menos para Calvino de lo que contaba para Lutero. Promotor de aquella clara y fuerte “escuela francesa” de espiritualidad que, con Francisco de Sales, enemigo de las “almas femeninas”, apartará al fiel de la obsesión del inconciente para interesarle, ante todo, por la “cima” del alma, que, con Bérulle, le propondrá la adoración como objetivo de la vida y que, con Vicente de Paúl, le empujará hacia la vida activa, el francés Calvino lleva la mirada del fiel hacia Dios para detenerla en Él y le propone dos objetivos: honrar a Dios y servirle. A la teología de la salvación a través de la desesperación y que acababa por convertirse en antropocéntrica, le sustituye otra, teocéntrica y social, del honor de Dios y del servicio. Era ya la de Farel, de los nobles y del pueblo.
El Dios de Calvino es el Dios que los místicos del fin del medioevo definían por las expresiones de horror, de espanto, de temor: “cuando viene a nuestro pensamiento la horrible majestad de Dios, es imposible que no estemos espantados”; “Su infinitud debe aterrorizarnos”; “El temor es el fundamento de la religión”. Henos, pues, de nuevo ante el Sinaí, ante Dios demasiado grande y demasiado santo para ser visto. Por ello el conocimiento que el hombre pueda tener de Él por vías naturales, bien lejos de ser una preparación, como creen los católicos, humanistas y Zwinglianos, es una fuente de perdición:
Durante la tempestad, si un hombre se encuentra en el campo, de noche, un rayo le permitirá dilatar su mirada hasta muy lejos, pero sólo durante un minuto; por ello de nada le servirá para llevarle al camino recto porque esta claridad se desvanece tan pronto que antes de haber echar un vistazo sobre el camino, desaparece en seguida y nuestro hombre se encuentra envuelto en la tiniebla ya hasta este punto debe ser guiado.
No niego, en modo alguno, que aparezcan en los libros de los filósofos algunas sentencias bien alumbradas tocantes a Dios… Es cierto que Dios les ha algunos pequeños gustos de su divinidad, con el fin de que no apelen a la ignorancia para excusar su propia impiedad, y les ha llevado así a pronunciar algunas sentencias por las cuales pueden ser convenidos.
Únicamente la Revelación proporciona el conocimiento verdadero de Dios[xv], que no es puro conocimiento, sino honor, obediencia y servicio. ¿Cuál es el objetivo fundamental de la existencia humana?, pregunta el Catecismo de 1541. El conocimiento de Dios. ¿Por qué decís eso? Porque Dios nos ha creado y nos ha puesto en el mundo para ser glorificado en nosotros. Es pues plenamente razonable orientar nuestra vida a su gloria, puesto que Él es creador de tal vida. ¿Cuál es el bien soberano del hombre? La respuesta es la misma. ¿Pero en que consiste el verdadero conocimiento de Dios? En conocerle a fin de prestarle todo honor que le es debido. ¿Cuál es, pues, la manera de honrar rectamente a Dios? Para honrarle debidamente es preciso poner en Él toda nuestra confianza, servirle obedeciendo su voluntad.
Por lo que toca a la manera cómo el hombre es capaz de servir a Dios y de obedecerle, Calvino, de modo contrario a Lutero, sostiene que se produce en el pecador convertido una cierta santificación de hecho como consecuencia de la justificación por la aceptación y la imputación de la “sabiduría” de Cristo:

El Señor corrige, o más bien deroga, nuestra naturaleza perversa y luego nos da de sí mismo una naturaleza buena.
Cristo no purifica a nadie sin justificarle en seguida. Porque estos beneficios están unidos y marchan juntos, como un lazo perpetuo, que, al iluminarnos con sabiduría, también nos rescata, y cuando nos rescata nos justifica; y cuando nos justifica nos santifica.
Esta expresión de “sabiduría” de Cristo recuerda el vocabulario humanista y zwingliano. Pero Calvino iba mucho más a fondo. Por el hecho mismo de que Dios, a causa del pecado, se halla sin relaciones con el hombre y mortalmente irritado contra él, es indispensable un verdadero Medidor. Calvino es tan cristocéntrico, o cristológico, como Lutero. Si para éste la respuesta a la angustia del pecado es la cruz de Cristo, Calvino –podríamos decir- va más lejos:
Cristo, muriendo, se ofreció al padre en satisfacción… Su cuerpo no ha sido entregado simplemente como precio de nuestra redención, sino que ha habido otro precio más digno y más excelente: el de haber sufrido los espantos tormentos que deben sentir los condenados y los perdidos.
Cristo, como contra partida de le encarnación, por la que se revistió el cuerpo y los sufrimientos de los hombres, ha querido dar a éste, en la Cena, su propio cuerpo y su propia sangre. Y en esta segunda manifestación de la unión salvifica existente entre el hombre y Cristo radica una exigencia de la piedad de Calvino. No le basta a éste, como no bastaba tampoco a Lutero, que las palabras de la institución de la Cena fueran unos puros símbolos. “He leído en Lutero –escribió- que Ecolampadio y Zwinglio no habían dejado en los sacramentos más que unas formas desnudas y vacías; y así me sentí alejado de sus libros, que me abstuve durante mucho tiempo de leerlos”. A él también este simbolismo le arrebataba “su Cristo”. A este respecto escribió las palabras más claras:

Del hecho de habernos dado el signo, podemos inferir que también nos ha sido dada la sustancia en su verdad. Porque si no queremos llamar engañoso a Dios no nos atrevemos a decir que nos ha propuesto Él mismo un sigo vano y vacío de su verdad. Por lo cual, si el Señor nos representa de manera verdadera la participación de su Cuerpo bajo la fracción del pan, no cabe duda alguna de que nos la entrega también… Si es verdad que se nos entrega el signo visible, como selle de la donación de la realidad invisible, es preciso que tengamos también esta confianza indubitable: la de que, tomando el signo del cuerpo, tomamos también el cuerpo[xvi]

Y este pasaje que resume toda la cristología de Calvino en función de su concepción objetiva de la cena:

Participamos en los bienes de Cristo cuando le poseemos a él mismo. Pues bien, yo afirmo que nosotros le poseemos no únicamente cuando creemos que ha sido ofrecido en sacrificio por nosotros, sino también cuando habita en nosotros, cuando es uno con nosotros, cuando nosotros somos los miembros de su carne, dicho brevemente, cuando, por así decirlo, somos incorporados a él en una misma vida y misma sustancia. Además considero y peso el significado de estas palabras. Porque Jesucristo no se limita a ofrecernos simplemente el beneficio de su muerte y resurrección, sino que nos ofrece, además, su propio cuerpo, en que ha sufrido y ha resucitado. Concluyo que el cuerpo de Cristo nos es dado realmente en la Cena, tal como solemos expresar, es decir, de manera verdadera y para ser alimento salutífero de nuestras almas
[xvii].

En estas palabras sentimos toda la experiencia espiritual de Calvino que le situaba muy cerca de Lutero; por ello no tuvo dificultad en suscribir la Confesión de Ausburgo y la Concordia de Wittenberg. Pero era teólogo e intervenía en un debate en el cual todos los teólogos de la Reforma habían dado pruebas de su esencia y habilidad. Y no podía ser menos de admitir, pura y simplemente, la consubstanciación, aproximación grosera al no-teólogo Lutero, ni aceptar (con mayor razón) la ubicuidad, que los luteranos integristas de la segunda generación habían convertido en consigna. Le reprochaba, como Zwinglio, el no distinguir las dos naturalezas de Cristo prestando a la humana un atributo de la divina. Pero, sobre todo, adherido firmemente a la resurrección de la carne, empezando por la del cuerpo humano de Cristo, confinada la ubicuidad “espiritual” de este cuerpo en las especies para salvaguardar su “materialismo” en el cielo, “sentado a la diestra de Dios”:

Si entre las cualidades de un cuerpo glorificado incluimos también el que sea infinito y que lo llene todo, notorio es que su sustancia será evacuada de él y que no quedará ninguna distinción entre la divinidad y la naturaleza humana. Además, si el Cuerpo de Jesucristo es cuerpo variable y de características diversas, visible y realmente aparente en un lugar (en el cielo) e invisible en otro, ¿Qué quedará entonces de la naturaleza corporal, la cual debe, necesariamente, tener medidas? ¿Y en que se habrá convertido, además, la unidad? (Institución, IV, XVII, 29).

El luterano Westphal le hacía el reproche de idealizar el cuerpo de Cristo en la comunión: y si lo hacía, era para conservar lo materializado en el cielo, en este lugar bien determinado, situado encima de la esfera visible, donde lo situaba la cosmogonía medieval de Calvino, sentado en su majestad. También en este punto la teología se hallaba dirigida por las representaciones tradicionales de una piedad que había permanecido muy próxima a la piedad de su infancia.
En cuanto a reunir el cuerpo fijado así en el espacio sobrenatural con los fieles, que lo consumen “realmente, es decir, verdaderamente”, en la tierra, en las especies, Calvino llegó a ello gracias a su teología del Espíritu Santo. Marcadamente trinitario –a pesar de las acusaciones de Bolse; el mismo Server bien lo supo-, da al Espíritu Santo (al espíritu Santo que es “como el vinculo mediante el cual el Hijo de Dios nos une eficazmente a sí”), una importancia que, prácticamente, no todos los teólogos le conceden.

Para que la unidad del Hijo con el Padre no sea vana e inútil, es preciso que su virtud se extienda a la totalidad a la totalidad del cuerpo de los fieles. De este modo admitimos que somos uno con el Hijo de Dios, no para significar que el nos transmite su sustancia (esto iba contra Osiander), sino porque, gracias a la virtud de su Espíritu, nos comunica su vida y todos los bienes que ha recibido de su Padre. (Comentario a Juan, XVII, 21).

Pues bien, no se trata aquí de una unión espiritual, o más bien:

La unión espiritual que nosotros tenemos con Cristo no pertenece solamente al alma, sino también al cuerpo, de modo que nosotros somos carne de su carne y hueso de sus huesos (Efesios, V, 30). Por otra parte, débil sería la esperanza de la resurrección, sí tal no fuera nuestra conjunción, es decir, plena y completa (Comentario a I Corintios, VI, 15).

Una vez más nos hallamos próximos a Lutero, al Lutero que en Marburgo explicaba a Zuinglio que la comunión sembraba de incorruptibilidad al cuerpo corruptible para la resurrección. Pero ¿cómo puede tener lugar esta inseminación, y cómo pueden los fieles ingerir “realmente, es decir, verdaderamente” el Cuerpo y la Sangre de Cristo, si el cuerpo y la sangre no abandonan el cielo, donde se hallan en una maternidad justamente “glorificada”? La respuesta a tal pregunta se encuentra formulada con especial claridad en una carta dirigida a Bullinger (1562):

A pesar de que la carne de Cristo esté en el cielo, nosotros nos alimentamos de ella, no menos verdaderamente en la tierra, puesto que Cristo se hace nuestro gracias a la virtud insondable de su Espíritu, de tal manera que habita en nosotros sin necesidad de cambiar de lugar… No encuentro ningún absurdo en afirmar que recibimos verdadera y realmente la sangre y la carne de Cristo, como alimento sustancial, siempre que aceptemos que Cristo desciende hasta nosotros no simplemente mediante unos símbolos externos, sino también mediante la operación secreta de su Espíritu, a fin de que nosotros ascendamos a Él por la fe.
Gracias a la virtud del Espíritu Santo, que eleva al fiel hasta el cielo, en el momento en que éste recibe las especies en la tierra se opera allí la comunión con el cuerpo de Cristo.

Sea cual sea –comenta Wendel (p. 721)- el valor de los argumentos que aduce Calvino para justificar de peculiar interpretación de la Cena, no debemos ocultar que su doctrina deja numerosos puntos oscuros, puntos que una exégesis, a menudo apartada del texto, no hace más que disimular, apelando frecuentemente al misterio. A pesar de la función que confiere al Espíritu Santo en el establecimiento de un contacto entre Cristo y el fiel, no acaba de entenderse cómo ha podido sostener que el fiel recibe “realmente” en la comunión el cuerpo y la sangre de Cristo. Es posible que la razón decisiva de ello no debamos buscarla en sus preocupaciones doctrinales, si no en su piedad, que exigía unas afiremaciones muy positivas en lo que tocaba a la presencia de Cristo en la Cena.
La teología no está obligada a precisar y explicar todos los misterios. Cuando lo hace de manera inadecuada, encuentra su castigo en los contrasentidos de los no-teólogos. Por no haber querido aceptar tal cual, la representación, sin duda ingenua, de la Cena dada por Lutero y hacia la cual tendían todas la tradiciones y las necesidades se su propia espiritualidad, Calvino, con el transcurso del tiempo, ha empujado a sus fieles hacia la concepción simbolista de Zwinglio, que él mismo había denunciado como “falsa y perniciosa”.
La predestinación nos muestra el mismo influjo de la piedad y de la experiencia y, la misma responsabilidad de una teología demasiado explicativa, ha sido considerada, sin razón, como la doctrina central de Calvino, aunque ha llegado a serlo en las épocas posteriores. Para Calvino, igual que para Lutero, era un objeto de simple constatación:

Cien hombres escucharán en un mismo sermón: veinte de ellos lo recibirán en la obediencia de la fe, los demás no lo tendrán en cuenta o se burlarán de él o lo rehusarán y condenarán (Institución, III, XXIII, 12).

Efectivamente, es cosa de experiencia común que un gran número de almas parecen vivir al margen de cualquier preocupación por la salvación, llegando hasta rehusarla cuando se les predica. Si hay que negar toda suerte de participación del hombre en la salvación, como hacían la mayor parte de los reformados, no queda otra explicación que la voluntad de Dios:

Si fuera de su simple beneplácito, no podemos aportar otra razón por la que Dios acepte a sus elegidos, no tendremos tampoco otra razón que nos explique por qué rechaza a los demás, fuera de su voluntad (Ibid., III, XXII, 11).

La voluntad de Dios es la regla suprema y soberana de justicia hasta el punto que nos es preciso tener como verdadero y justo todo cuanto él quiere por el simple hecho de que lo quiere. Así, pues, cuando nos formulamos esta pregunta: “¿Por qué ha obrado Dios de ésta manera?” Debemos responder: “Porque ha querido”.Y si se persiste más, preguntando “¿Por qué lo ha querido?”, se pregunta por una cosa más grande y más alta que la voluntad de Dios, lo cual no se puede encontrar (III, XXIII, 2).

Calvino era el primero en sentir el escándalo de la elección inexplicable de los salvados y de los condenados: “Confieso que este decreto debe espantarnos”. Pero lo exigía su concepción de la omnipotencia de Dios –su piedad, diríamos mejor. Ramón Llull, el gran místico de la Edad Media, había escrito: “Tu poder, oh Amado, puede salvarme por benevolencia, piedad o perdón, o puede condenarme por tu justicia y por tu justicia y por mis pecados. Cumple, pues, en mí tu poder y tu querer, puesto que será siempre perfecto tu cumplimiento, sea salvación o condenación lo que me des”. Calvino, moribundo, diría igualmente: “Señor, tú me trituras (me aplastas), pero bástame que ello venga de tu mano”. Sentimos hasta qué pinto esta ardiente aceptación de las consecuencias de la omnipotencia de Dios explica y facilita la teoría de la predestinación. Pues bien, esta seguridad entusiasta de la sublimidad, omnipotencia y libertad arbitraria de Dios fue y sigue siendo uno de los más poderosos atractivos del Calvinismo y uno de los más sinceros sentimientos de los calvinistas, puesto que en ella se exaltan los dos principales agentes de la piedad: la necesidad de entrega y la necesidad de adoración. Fue, además ella quien inspiró a Calvino un himno admirable, justamente puesto de relieve por Imbart de la Tour:[xviii]

No somos nuestros, sino que pertenecemos al Señor…
No somos nuestros s: no nos conduzcamos pues buscando como fin lo que nos interesa con arreglo a la carne…
No somos nuestros: olvidémonos pues a nosotros mismos, en la medida de lo posible, y olvidemos también todo cuanto se halle en torno nuestro.
Somos del Señor: vivamos y muramos en él.
Somos del Señor: que su voluntad y su sabiduría presidan todas nuestras acciones.
Somos del Señor: que todas las partes de nuestra vida sean referidas a Él como a su único fin.
Cuánto se ha aprovechado aquel hombre que, sabiendo que no era suyo, ha hurtado su propia razón el señorío y el dominio de sí mismo para dejarlo en manos de Dios (Institución, III, VI, 1).

Desafortunadamente –declarando como declara: “Esta filosofía secreta (de la elección) no puede entenderse a fuerza de silogismos” –Calvino no cesará de endurecerla, empleando en ello todos los recursos de su lógica y de su aventurada exégesis. La preocupación por la plena libertad de Dios, no le permite explicar la predestinación mediante la presencia divina de la actitud que han de tomar los hombres. Su seguridad –que le viene de los escotistas- de que el tiempo no existe para Dios “le obligaba a admitir como preexistente en el pensamiento de Dios todo cuanto acontece en el tiempo” (Strohl), empezando por la caía de Adán. Las objeciones contribuían a encerrarle en su propio sistema, como que venían de gente, “murmuran descaradamente acerca de este misterio santo”, de “perros que vomitan blasfemias”, de “puercos que gruñen ante Dios”. Se preguntaba: La predestinación ¿hace inútil la redención? De ninguna manera; al contrario: la redención es uno de los elementos de la predestinación. “Aquellos que Dios ha predestinado los ha llamado; y a quienes ha llamado, a éstos ha justificado” (mediante la muerte y los méritos de Cristo) (Institución, III, XXI, 7). ¿La predestinación suprimía la responsabilidad humana? No, ciertamente como tampoco lo suprime en la vida práctica:

si alguno de nuestros parientes y amigos, de quien debemos ocuparnos, muere sin haber sido bien cuidado, a pesar de que sepamos que había llegado a un punto del que no podía pasar, no por ellos disminuye nuestro pecado; sino que, por el hecho de no haber cumplido con nuestro deber, consideraremos que su muerte se ha producido por culpa nuestra (Inst., I, XXVII, 9).

Creer en la predestinación ¿no traerá como consecuencia la disminución del celo del pastor? Pero si “contemplamos a san Pablo, pregonero incansable de la elección divina: ¿es que por ello se enfrió su ardor hasta el punto de no poder amonestar o exhortar?”(III, XXIII, 13). Al contrario,

precisamente porque no sabemos quiénes pertenecen al número de los predestinados o de los no predestinados, hemos de estar preocupados por la salvación de todos. Siendo así, miraremos de conseguir que todos aquellos con quienes nos encontramos vengan a participar de nuestra paz; por lo demás, esta paz no reposará más que sobre aquellos que son hijos de paz (III, XXIII, 13).

Por lo que toca aprovechar la seguridad de nuestra salvación para violar la ley mora, Calvino declara que para proceder de esta manera deberíamos ser unos “puercos” ya desde la edición de 1539. Más seria es la inquietud que podemos experimentar con nuestra propia salvación: pero ello mismo es ya un principio de prueba de tal salvación. Por lo demás, y por regla general “tenemos un testimonio suficientemente claro de pertenecer a los escogidos de Dios, y de que somos por ende, de la Iglesia, si nos hallamos en comunión con Dios”. Finalmente, esta doctrina de la predestinación proporcionaba a sus adeptos una fuerza preciosa en los tiempos de persecución:

Para un protestante de París perseguido debió ser una consolación inefable el pensar que Dios le había destinado a la salvación, individualmente y desde toda la eternidad, de manera que nada de cuanto que pudieran hacerle podía privarle de este destino divino… Debió ser (también) una amarga satisfacción… el pensar que estos sus perseguidores y aquellos que se les parecían “han sido suscitados por el juicio justo, aunque incomprensible, de Dios para enaltecer la gloria del perseguido en la misma condenación de los perseguidores”.[xix]
Estas afirmaciones y estos sentimientos contrarios llevaban a Calvino a insistir cada día más en la predestinación. Habiendo sido negada esta por su contradictor Bolsec (1551), hizo de ella un articulo de fe para el corpus pastoral de Ginebra[xx]. Los teólogos que habían de sucederle sólo debían avanzar por el mismo camino para hacer de la predestinación la piedra de toque de la ortodoxia.

2. Obra eclesiástica, política y civil de Calvino
Yo os pido que no cambiéis nada: a menudo os pedirán novedades. No es porque yo pida por mí, por ambición, que lo mío permanezca y que lo retengáis sin buscar lo mejor, sino porque todos los cambios son peligrosos y muchas veces perjudican.

Esta recomendación del adiós dirigido por Calvino a sus colegas los pastores de Ginebra, antes de su muerte, no se refiere a su doctrina, de la que se limitaba a decir: “He enseñado con fidelidad y Dios me ha concedido la gracia de escribir”, sino a su obra eclesiástica, política y social. De donde se deduce que la consideraba como la parte más importante de su actividad y de su herencia. Su doctrina, su teología, no son extrañas a ello, pero queda toda influencia por las circunstancias y las experiencias de su ministerio práctico en la Iglesia y en el Estado. Al menos, esto es cierto en cuanto a su eclesiología y política
[xxi].

La influencia del temperamento y de la formación intelectual
El hombre queda marcado naturalmente por su manera de ser y por su primera juventud. El protestantismo ha tenido siempre (como las demás religiones) pastores-gobernantes: Zwinglio lo fue Zürich; Ecolampadio en Basilea, Bucero en Estrasburgo, desearon serlo algunas veces (ya hablaremos del Reino de Cristo de este último, obra de un hombre de Estado, al menos en el deseo, tanto como de un teólogo). Nadie duda que a Calvino le hubiera gustado dedicarse a las tareas de la vida pública y de la administración: sus Ordenanzas eclesiásticas llevan numerosos detalles que revelan la figura de un burócrata, tenía en la nueva Academia de Ginebra muchos colaboradores de valor a quienes confiar el reglamento.
Las influencias familiares iban por el mismo camino, las que venían de su padre, administrador de bienes de Iglesia y víctima de querellas eclesiásticas. Más aun su formación de jurista: la licenciatura en derecho parece ser el único diploma que llegó ha poseer. De esta manera se desarrollaba en él el gusto por el orden característico de su pensamiento y su actividad: si el principal atributo de la Divinidad es el Amor para Lutero y la Sabiduría para Zuinglio, el orden lo es para Calvino, para quien el pecado es ante todo “locura”, “ligereza”, “desorden”. Podremos hallar muchos testimonios de ello.
Mas Calvino fue también estudiante de artes, un humanista, y su conocimiento de las letras antiguas le marcó tal vez tan profundamente como su iniciación en el derecho. Es cierto que se acostumbra a limitara su humanismo al periodo de sus estudios, y Abel Lefranc
[xxii] llega a señalar el día mismo en que renunció a ello, que sería 23 de agosto de 1535, fecha de la primera edición de la Institución: “El 23 de agosto…, el sabio y el humanista han dejado definitivamente el sitio para el apóstol”. Juan Boisset, en su reciente tesis, Sagasse et sainteté dans la penseé de Jean Calvin, ha demostrado, por el contrario, que toda una parte del pensamiento y de la obra del Reformador deriva de los maestros de la Antigüedad, y muy particularmente de Platón. Difícilmente explicable a partir de la Escritura, la política civil y eclesiástica de Calvino se hace plenamente inteligible a la luz de las Leyes de la República. Incluso el fundamento religioso de la ciudad. Y la unión de los poderes civil y religioso[xxiii]. La aplicación por parte de la Iglesia, servida por el Estado, de penas prevista por las leyes (V, 735 y 736) contra los malos ciudadanos: amonestación, encarcelamiento, deportación, destierro y muerte: desde este punto de vista, las actuaciones de Calvino –tan dolorosamente escandalosas si quieren fundamentarse en algunos consejos disciplínales de Cristo y en otros pasajes de la Escritura, tomados fuera del sentido del contexto y del Espíritu del Evangelio- se aclaran y se vuelven al menos comprensibles cuando se las relaciona con las enseñanzas del sabio antiguo, para quien el orden de la ciudad es el bien supremo[xxiv].
Un jurista humanista como era el joven Calvino debía proponerse como finalidad la realización de la República platónica en la Iglesia y en el Estado: en cambio, su conversión le obligó a experimentar disposiciones del todo contrarias, propias del pietismo desorganizado del primer “evangelismo” francés.

El evangelismo francés
[xxv]
Hemos indicado ya la prontitud con que fueron conocidos en Francia los primeros libros de Lutero y el nombre de luteranos que se dio a los primeros partidarios de una Reforma más allá del reformismo real y episcopal. Luteranos lo eran no sólo por la doctrina o las aspiraciones religiosas, sino también por los pequeños grupos piadosos que espontáneamente constituyeron y que eran para Lutero, como es sabido, la forma esencial y suficiente (hasta sus experiencias de la guerra de los campesinos y de las visitaciones sajonas) de la Iglesia.
Su fe
[xxvi] nos es conocida solamente por las acusaciones presentadas contra los mártires y por las declaraciones y exhortaciones de los mismos. Tiene como centro la “pura doctrina del Hijo de Dios”, tal como fue dicho por el primero de ellos, el cardador de Meaux, Jean Leclerc (ajusticiado en 1524), “la verdad de la doctrina del Hijo de Dios”, que sostiene, igualmente en 1524, el doctor en teología de Tournai, Jean Castellan, y “la verdadero rostro e institución del cena de Jesucristo”, predicado por Jacques Pavanes o Pouent, de Boulogne-sur-Mer (+1526) y por el jacobino normando, Alexandre Canus, ejecutado en 1533, con las consecuencias de los ataques de Leclerc contra las indulgencias de un perdón y su destrucción de “ídolos que debían ser adorados al día siguiente”, en el transcurso de un procesión, la negativa de Berquin a todo culto e invocación de la virgen, “que corresponden únicamente a nuestro único Salvador”. Dejemos de lado los Pasquines de 1534,[xxvii] obra polémica más que exposición de fe, redactada en el extranjero. La más completa exposición de las creencias de estos primeros reformadores franceses se encuentra en la relación de los interrogatorios de Aymon de La Voye, de Noyon como Calvino, fundador de la comunidad de Sainte-Foy junto al Dordoña, y llevando al suplicio en 1541.[xxviii] Para decirlo con una sola fórmula, la admirable, en una carta de invectivas de Erasmo contra Farel y sus compatriotas: “Los refugiados franceses tienen siempre en la boca las misma palabras: Evangelio, Palabra de Dios, Fe, Cristo, Espíritu Santo”.
El haber que Cristo era el único Salvador, con una salvación realizada y entregada una vez para siempre, liberada a las almas de las observaciones humanas e incluso de todo temor, y les sumía en el júbilo, hasta en el momento de las más cruel de las muertes. Lutero decía: “El que crea esto seriamente, no puede dejar de cantarlo y hablar de ello con alegría, con felicidad, para que los demás lo aprendan y participen de ello”.
La primera Reforma: una gran llama de fe, una gran llama de alegría. Alegría que acompañaba a los mártires al suplicio. De Anne Audebert, que fue quemada en Orleáns en 155º, Crespin explica que, atada “a una cuerda, como era de costumbre, dijo: ¡Dios mío, el bello cinturón que me regala mi esposo!, luego, cuando vio el volquete, preguntó con alegría: ¿Es allí donde debo yo subir?”; de Octavio Blondel, que “le acompañaba un júbilo singular hasta el fin, con lo cual edificó a muchos ignorantes y les dio el consejo de buscara un Salvador y Señor Jesucristo en su doctrina”.
Ninguno de los escritos protestantes, ni siquiera los d`Aubigné, expresa la fuerza de proselitismo de esta feliz intrepidez como una admirable página de un adversario católico, Florimond de Raemond:

Ardían entonces las llamas por todas partes. Si, por un lado, la justicia y la severidad de las leyes contenía al pueblo en su deber, del otro, la pertinaz resolución de los que eran llevados a la horca les hacía perder antes la vida que el valor y admiraban a muchos.
Puesto que veían a sencillas mujercitas buscar el tormento para dar prueba de su fe, y, caminado hacia la muerte, no gritar sino Cristo, el Salvador. Cantando algún Salmo; a los jóvenes vírgenes marchar cara al suplicio con más ilusión que si se tratará de hecho nupcial; a los hombres, alegrarse viendo los terribles y escalofriantes preparativos y utensilios de muerte dispuestos para ellos, y, medio quemados y asados, contemplar desde lo alto de las hogueras, con una energía invencible, los golpes de tenazas recibidos, con un rostro y un porte lleno de alegría en medio de las ganzúas de los verdugos: ser como peñascos que reciben las olas del dolor; en una palabra: morir con la sonrisa en la boca
[xxix]

La mayor parte de estos mártires habíanse dedicado a la predicación y a la propaganda y continuaban muchas veces sobre el patíbulo, entes de que se tomara la precaución de arrancarles la lengua: tal fue Alcxandre Canus que no cesó “estando sobre el volquete, de amonestar al pueblo y sembrar la Palabra del Evangelio”, después de lo cual, “habiendo obtenido el permiso de hablar antes de ser ejecutado, hizo un sermón excelente y de maravillosa eficacia, que duró largo rato, enseñando su fe y principalmente la Cena de Señor”. Mas, ordinariamente, la fe de los fieles se alimentaba sobre todo de los libros, “ministros mudos para aquellos que se encuentran desposeídos de toda predicación”, escribe Crespin y nos muestra a “los fieles hambrientos de ser instruidos por el ministerio de dichos libros”. Naturalmente, se trataba ante todo de la Biblia, en una de las casi innumerables ediciones del famoso Robert Estienne (1503-1559)
[xxx], antes de que se hubiera extendido la de Olivetan. Sin embargo, existían aquellos “libritos del siglo XVI” que Henry Hauser ha hecho conocer en sus Études sur la Reforme francaise (París, 1909):
El pequeño libro en 8 de aquel tiempo, cuyo formato no supera casi a nuestros pequeños en 16,· y que sólo está compuesto por cinco o diez hojas impresas, fácilmente se desliza en la hoja del vendedor ambulante. Portátil y manejable, jugó un papel análogo al de la gaceta del siglo XVII, el periódico de nuestra época. Bajo esta forma ligera, incontrolable, ha penetrado en los medios más diversos toda una literatura reformada. Traducciones de Lutero, pequeños tratados, colecciones de plegarias, se han extendido por todas partes. Las escuelas principalmente –las persecuciones dirigidas contra los maestros de escuela dan fe de ello- se han visto invadidas por esta literatura, que ha revestido todos los disfraces
[xxxi].
El transporte desde el extranjero (principalmente desde Ginebra) y la difusión de esta literatura estaban a cargo de los colporteurs que fueron los propagandistas más numerosos, cuya cantidad e importancia a menudo se ha exagerado: mercaderes de oficio, nada indiferentes a una mercancía muy bien pagada,
[xxxii] pero que pronto se tomaban la cosa en serio hasta llegar a morir cantando salmos, como Macé Moreau de quien nos habla Crespin; militares celosos como “Guillermo Husson, boticario fugitivo de Blois para la Palabra de Dios”, que se fue alegremente al Parlamento de Rouen “a sembrar algunos libritos sobre doctrina de religión cristiana y de abuso propio sobre las tradiciones humanas”; correctores de imprenta y libreros, entre los cuales sobresaldrá Philibert Hamelin, de Turena, que conquistó para la Reforma la península de Arvert[xxxiii]. Editor en Ginebra, trajo todos sus impresos y los expandió a través de Francia. Siguiendo a pie sus mulos, aprovechaba la ocasión para evangelizar por los caminos:
Muchos fieles, nota Crespin (I, 469), han dicho de él que, a menudo, yendo por el país, espiaban la hora en que los campesinos tomaban su comida como tienen por costumbre bajo un árbol o bien bajo la sobra de un haya. Y allí, fingiendo descansar junto a ellos, aprovechaban la ocasión sirviéndose de medios sencillos para instruir en el temor de Dios, y acostumbrarles a rezar antes y después de las comidas, con tanta mayor razón cuanto que era él, Dios, quien les procuraba todas las cosas por amor de su Hijo Jesucristo. Y entonces, preguntaban a los pobres campesinos si quisieran que él mismo rogase a Dios por ellos. Unos lo aceptaban con gran satisfacción y quedaban edificados, otros se extrañaban ante cosas poco habituales, algunos se lo quitaban de encima porque les explicaba que se hallaba en camino de condenación sino creían en el Evangelio.
Pero era preciso, además, que la ignorancia no limitará el éxito de esta propaganda por los impresos. Tal ignorancia no era, sin embargo, tan general como se supondría
[xxxiv] y quien se empeñaba en ello acababa por superarla, aunque no llegase a los resultados de aquel campesino de las cercanías de Guìllestre, Esteve Brun, de quien escribe Crespin (I, 335):

Aunque no habiendo nunca frecuentado las escuelas, sabía leer y escribir en francés y estaba habituado durante su labor a la lectura del Nuevo Testamento en versión francesa; su trabajo servía para manutención de su familia y su lectura para instruirlo en el temor de Dios. Y a pesar de que los sacerdotes…le contradecían muy a menudo no sabían reprocharle otra cosa fuera de su ignorancia del latín y de que solo leía esta Santa Escritura a crédito de otros…Estos reproches tuvieron en él tanta fuerza que se habituó a comparar la versión latina con la francesa de manera que consiguió con gran esfuerzo y con frecuentes comparaciones de las dichas traducciones entender y aducir en latín los pasajes del Nuevo Testamento.

Todavía más fuertes, ciertamente, que la influencia de los libros y casi igual que la muerte triunfante y feliz de los mártires eran el ejemplo y la atracción que despertaban los “evangelios” en su vida de cada día. De un de ellos, el pica pedrero de Turena Octovien Blondel, escribe Crespin (I, 528):

Teniendo un buen conocimiento de la verdad del Evangelio, se comportaba con tal integridad y plenitud que era apreciado y honrado no solamente por los de su misma religión, sino incluso por otros comerciantes con quienes conversaba, de modo que había llegado a adquirir gran crédito y autoridad.

Hallándose en Lyon, “hospedado en el palacio, siendo como era de espíritu liberal, lleno de dulzura, no podía sufrir muchas de las palabras impúdicas y de las manera supersticiosa de su huésped y de los familiares de éste sin reprenderlos y amonestarlos”. De los protestantes de Troyes, dirá Nicolás Pithou, su contemporáneo:

En la juventud antes tan depravada notábese, al ser tocada por la predicación de la Palabra de Dios, un cambio tan brusco y tan extraño que los mismos católicos quedaban muy sorprendidos. Porque algunos de ellos, entregados antes a sus placeres…dejaban su vida pasada y la detestaban.

Pero todos estos puritanos de la primera Reforma no tenían en modo alguno mentalidad de separado. Crespin nos cuenta de Joan de Caturce que,

Hallándose en una cena la víspera llamada de los Reyes consiguió que todos cuanto estaban con él en vez de gritar, como era de costumbre, ¡”el rey bebé”! tuviesen por lema del banquete ¡”Cristo reina en nuestro corazones”!, igualmente que después de haber cenado cada uno de ellos expusiera ordenadamente alguna cosa de la Escritura (en lugar de abandonarse a comentarios deshonestos o al baile) y entonces de Caturce habló mucho mejor que los otros.

Pronto se vieron dotados estos primeros evangélicos de aquel canto religioso que tuvo y que sigue teniendo una importancia tan considerable en la propagación del Reforma. Se ha dicho que Marot empezó en 1533 la traducción del salterio por el salmo 6
[xxxv]. Muy pronto estos salmos del poeta de moda se hallarían en los labios de todos, a veces acompañados de música profana, vivaz y atractiva[xxxvi]. Serán susurrados en al Corte por unos personajes incluso tan poco protestantes como Enrique II y Diana de Poitiers. Vino pronto el tiempo anunciado por Marot en el que llegaba a oírse:

El campesino junto a su carro,
El carretero en su camino
Y el artesano en su taller
Solázanse en su trabajo
Con un salmo o un cántico.

Feliz el que oirá al pastor
Y a la pastora en el bosque
Hacer que piedras y lagos
Canten con ellos la grandeza
Del santo nombre de su creador.

Y Bernard Palissy
[xxxvii] nos hace esta descripción bien conocida de los primeros evangélicos de Saintes, unos obreros:

En aquellos días hubierais visto los domingos a los compañeros de oficio pasearse por los prados, por los bosques y por otros lugares placenteros cantando en grupos salmos, himnos y cánticos espirituales, leyendo e instruyéndose unos a otros. Hubierais también visto a los jóvenes y doncellas sentadas en grupos por los jardines y otros lugares deleitándose en cantar toda suerte de cosas santas.

Primeros cultos evangélicos
Lecturas espirituales, su comentario, salmos y cánticos, y también, sin duda mutuas exhortaciones y plegarias: esta aparición espontánea de un mínimo servicio divino acaba de manifestar que éste “luteranismo” francés poseía ya aquellos grupos piadosos, aquellos Haufen, en los que el reformador había visto la forma necesaria pero suficiente de la Iglesia visible. Florimond de Raimond nos da numerosas noticias de la vida espiritual de sus miembros:

Cada uno de ellos vivía a su manera en su celda y rogaba a Dios a su estilo propio, como si antes de ellos no hubiera jamás en el mundo ni cristiandad ni Iglesia, ni forma alguna de rezar, de recibir los sacramentos y de servir a Dios. Los fieles se llamaban a sí mismo hijos de Dios: de modo semejante obraban los antiguos herejes como puede verse en san Agustín.

Pero esta etapa de aislamiento duraba poco:

Y si, en alguna ciudad, conseguía formar un pequeño grupo del Señor, se reunían a escondidas en cuevas (grutas) o lugares secretos para hacer sus oraciones, hablar de las cosas de su religión y de los medios de hacerla progresar. Unos llevaban consigo ejemplares de las confesiones de Sajonia (la Augustanza), otros de la de Zürich, la mayoría de la de Ginebra, la cual había de ganar poco más tarde la primacía sobre el luteranismo.

A menudo estas reuniones tenían lugar por la noche de donde se originaron las suspicacias y las acusaciones de desorden sexual, que el panfletario desarrolló abundantemente. Para los parisienses, las “Iglesias secretas” se reunían en los bosques que rodeaban la capital. Naturalmente tales grupos aprovechaban el paso de predicadores, de vocación u ocasionales, en particular, de monjes, como el jacobino Canus, quien “donde podía iba sembrando valientemente la doctrina del Evangelio”, y particularmente en Lyon “con gran auditorio”.
Calvino y el ambiente ginebrino habían de mostrase, más tarde, muy reticentes, respecto a estos rimeros núcleos evangélicos espontánea y débilmente organizados. Es, pues, muy interesante enterarnos a través de Forimond de Raemond de que el futuro Reformador participo y enseñó en uno de ellos. Ello fue en 1534, después de su uida de París. Pasando por Poitiers agrupará algunas personalidades de la ciudad en un “primer concilio calvinista en un jardín y les llevó a una cantera:

Allí, Calvino, hacía la exhortación. Así era llamado al principio, al sermón. Invocando al Espíritu Santo, para que tuviera a bien descender sobre el pequeño rebaño que se reunía en su nombre, leía algún capítulo de la Escritura, y entonces aclaraba, o más bien complicaba sus dificultades. Cada uno podía decir su opinión como si se tratara de una disputa privada. Esto prosiguió durante cierto tiempo
[xxxviii].

Se trataba, pues, del estudio de la Biblia en común tal como ya lo hemos hallado en estos grupos piadosos. Calvino lo instituirá más tarde en las reuniones pastorales en Ginebra, pero sin extenderlo a los laicos, a quien sus propias concepciones culturales sólo concedían el derecho al silencio. Todavía es más digno notarse –teniendo en cuneta la interdicción que había de pronunciar luego contra la administración de los sacramentos fuera de las Iglesias regularmente “construidas”- que entonces distribuía la comunión de sus compañeros de Poitiers: “Conduciendo a los primeros iluminados a las grutas de Crotelles –escribe Raemond- les enseño esta nueva manducación antes de haber conformado del todo el orden que estableció en su Cena”. Más tarde veremos en que consistía.

La primera eclesiología de Calvino
A partir de este momento, Calvino trabajaba ya en su Institución, impresa luego en Basilea. H. Strohl ha señalado en ella “el resultado de los estudios y las reflexiones de un sabio francés joven, que no había conocido aún por experiencia las exigencias pastorales y que vivía en el extranjero como refugiado”; podríamos añadir, sin duda: “y de un antiguo miembro, al menos ocasional, de los grupos evangélicos de su país”. La Iglesia no tiene en este un lugar muy considerable, y en esto precisamente nos encontramos ante la primera actitud de la Reforma, más preocupada por la verdad y la salvación que por la vida cristiana. No tiene tampoco la Iglesia un sitio determinado, puesto que de ella se trata, en esta edición, en pasajes distintos y dispersos. La visión que de ella nos da es propiamente luterana; y enlazando así con la concepción de posprimeros reformados franceses. La Iglesia es la reunión de los elegidos, universus numerus electorum. Por ella es invisible y, propiamente hablando incognoscible. Es cierto que cada cual puede y debe saber si forma parte de ella, pero lo desconoce de los demás, aunque existan algunos signos de la elección: vida cristiana y uso de los sacramentos. Un “juicio de caridad” permitirá, como máximo, suponerlo, y, por tanto, reunir una agrupación humana que pretende representar a la Iglesia, cosa a que nos obliga el pasaje de Mateo XVIII, 17, en que Cristo habla de ellos como de una asamblea que tiene una disciplina.
¿Cómo juzgar acerca de la legitimidad de estas agrupaciones que pretenden proporcionar a la Iglesia invisible una especie de visibilidad fragmentaria e imperfecta? A este respecto Calvino hace suyas las notae, las “consignas” luteranas: simple predicación de la palabra, administración correcta de los sacramentos. La Iglesia, por ser la reunión de los verdaderos cristianos ha salido de la enseñanza. Cuando Cristo ordenó a sus apóstoles que predicasen y que administrasen el bautismo todavía no existía una Iglesia (cum nomdum esset hulla ecclesiae forma constituta). Hoy una cierta eclesiolatría protestante quiere ver en todas partes de la Escritura a la Iglesia en particular a partir del ministerio humano de Cristo: la Reforma estaba muy interesada en dotarla siguiendo en esto a la tradición en el momento de Pentecostés, de manera que señalaba claramente que la Iglesia no precedía al mensaje ni a los sacramentos, sino que ha salido de ellos, puesto que si bien la Iglesia tiene prioridad cronológica puede tener pretensiones a la superioridad de sus tradiciones.
A pesar de ello, los treinta años de la experiencia de la Reforma habían puesto de manifiesto, contra la certeza de Lutero que no basta que sea predicada de manera pura la Palabra para que se realice ya la promesa de Isaías LV, 11, (“no vuelve a mí sin efectos”); es preciso, además, que sea “escuchada rectamente”, como la lluvia es recibida por la tierra. Y gracias a esto se formará no la Iglesia, sino aliqua Ecclesia: la misma Iglesia humana es más bien un acto de fe que un objeto de nuestra vista. Y por lo que toca a subextención, ésta no supera al grupo local. Más todavía que el mismo Lutero, Calvino se apoya en el texto de Mateo (XVIII, 20), cara a los pequeños rebaños y a sus partidarios. “Donde están dos o tres personas reunidas en mi nombre, yo estoy en medio de ellos”. Y de este modo se confirma este principio esencial de la Reforma, la “particularidad” de la Iglesia de la cual ha escrito Karl Barth: “El Nuevo Testamento ignora por completo la noción de una Iglesia general organizada o por organizar, o simplemente ideal, respecto a la cual las comunidades particulares no serían más que partes”.
[xxxix]
Notas
[i]. Articulo del “Scottish Journal of theology”, 1955, citado por D. NAUTA, Calvin Leader and Example, p. 241. Powell llega a una conclusión favorable al reformador.
[ii]. Véase la Bibliografía general.
[iii]. Profesor hasta cerca de 1534 en diversos colegios parisienses, entre ellos el de la Marca (1524-1528), se vio arrastrado, por su conversión a las ideas nuevas, a Nevers, después a Burdeos, desde donde fue llamado a Ginebra. E. A. BERTHAULD, Mathurin Cordier et l’enseignement chez les prmiers calvinistes (París, 1875); J. LECOULTRE, Mathurin Cordier et les origenes de la pédagogie protestante dans les pays de langue francaice (Neuchatel, 1926); P. MESNARD, Mathurin Cordier (1479-1564) (“Foi, Education”, abril-junio 1559, pp76-94).
[iv]. Acerca de su fundador: A. RENAUDET, Jean Standonck. Un refomateur catolique avant la Reforme (“Bul. Soc. Hist. Prot. fr.”, 1908, pp. 1-81, refundido en su recopilación Humanisme et Renaissance). Véase también: M. GODET, Le collège de Montaigu (“Revue des Études rabelaissienes”, 1909); id.,La congregation de Montaigu (París, 1912); I. RODRÍGUEZ –GRABIT, Ignace de Loyola et le collège Montaigu (Bibl. Hum. rem.”, 1958, pp. 388-401).
[v] J. BOUSSARD, L`Université d`Orleáns et l`humanisme au début du XVIè siècle (revista “Humanismo et Reinaissance”, 1938).
[vi] E. J. de GROOT, Melchior Wolmar. Ses raports avec les protestans francais et suises (“Bull. Soc. Hist. Prot. fr.”, 1934).
[vii]. R. LEBEGUE y otros, El Humanismo europeo y las civilizaciones de Extremo Oriente. La universidad de París en tiempo de Calvino y de San Francisco Javier (“Bol. Asoc. Hist. Prot. fr.”, 1934).

[viii]. A. M. Hugo, Calvino y Séneca. Un profundo estudio de Calvino comentado por el “De clementia” de Séneca, año, año 1532 (Groningue, 1957).
[ix]. Supra, p. 215.
[x]. Supra, pp. 215-216.
[xi]. Marot, que también estaba allí fue encarcelado y tuvo que partir: A. MAYER, La salida de M arot de Ferrara (“Biblio., Hum. Ren.”, 1956, pp. 197-221). Véase también página 216.
[xii]. Supra, p. 225.
[xiii]. Repetimos aquí, en gran parte, textualmente, las pp. 70-74 de nuestra Historia del protestantismo, completándolas.
[xiv]. Por otra parte, reivindicaba igualmente el derecho de explicar, y muy “sutilmente”, los textos sagrados para mejor “servir a Dios”: Bien es verdad que nos conviene tomar de la Escritura la regla así de nuestros pensamientos como de nuestras palabras; en ella debemos apoyar todos los pensamientos de nuestro espíritu y toda las palabras de nuestra boca. Más ¿Quién podrá impedirnos que expresemos con palabras más claras las cosas que son oscuras en la Escritura, y que esto se haga sin demasiada libertad y en algunas ocasiones? A este principio tan peligroso, aun cuando se apoye en el “testimonio del Espíritu Santo” (por cuanto se encuentra tan cerca del iluminismo o de la arbitrariedad), Calvino añadía una exégesis muy personal, a menudo tocando la solicitación de textos.
[xv]. Véase también en el tomo siguiente, el preámbulo puesto por Calvino a la confesión de fe enviada al sínodo parisino de 1559.
[xvi]. Institución, IV, cap. XVII, párrafo 10. Véase el artículo de F. BLANKE los juicios de Calvino acerca de Zuinglio (“Zwingliana”, 1959).
[xvii]. Comentario a I de Cor. 11:24. sacamos este texto del Calvino de FR. WENDEL, que ha sabido revalorizar notablemente el cristocentrismo del reformador.
[xviii]. Los orígenes de la Reforma, t. IV, pp. 88-89.
[xix]. W. WALKER, Juan Calvino (trad. WEISS, 1909), pp. 452-453.
[xx] “Congregación celebrada en la Iglesia de Ginebra por M. Juan Calvino, en la cual la materia de la elección eterna de Dios fue sumaria y claramente expuesta por él, deducida y ratificada por el común acuerdo de sus hermanos ministros rechazando error de un sembrador de doctrina falsa que descaradamente había vomitado su veneno” (Calvino, hombrede Iglesia, 1936, pp. 58-130).
[xxi]. “El pensamiento político de Calvino no podría ser comprendido si sólo se quiere ver en él una metafísica del Estad, basada únicamente en una doctrina teológica” (J. BOHATEC, Doctrina de Calvino sobre el Estado y la Iglesia).
[xxii]. La juventud de Calvino, p. 125.
[xxiii]. Calvino los distingue teóricamente (Institución, IV, XI, 3), pero los trata en el mismo libro de la Institución, como si los dos fueran “medios exteriores y auxilios de los que Dios se sirve para unirnos a Jesucristo su Hijo y retenernos en Él”. Los une explícitamente en los sermones sobre la 1ª epístola Timoteo (Opera, LIII, cols. 130 y 138). Veremos como acepta dar leyes al Estado y admite que los pastores sean nombrados por las autoridades, que, en último recurso, deciden incluso en cuestiones dogmáticas. Los magistrados, afirman estos sermones se ocupan en conservar la religión, mantener el servicio de Dios y conseguir el orden para que las santas asambleas sean debidamente administradas con reverencia. Compárese con las Leyes, VI, 759 b 7 760.
[xxiv]. Parecidas constataciones se habían ya efectuado a propósito de aquel que fue el compañero de ideas más próximo de Calvino, después de haber sido, en Estrasburgo, su inspirador, Bucero, y a propósito de su De regno Christi, en el que Platón es invocado veinticinco veces: “El reino de Cristo sobre la tierra tal como lo imagina Bucero, ¿no será más que una traducción cristina de la República totalitaria de Platón? Es licito pensarlo…” M. WENDEL (Introducción p. XLV) se afana en salvar la espontancidad de la fe y de la acción del Espíritu Santo en el alma del creyente”. Pero Bucero, después de haber justificado, con la ayuda de muchos textos bíblicos, la pena de muerte contra los incrédulos, termina como si se tratará de un argumento concluyente: “Incluso Platón ha creído que el verdadero y propio oficio de retórico consistía en que todos cuantos hubieran delincuido se acusaran delante de los magistrados, acusaran también a sus prójimos y parientes y amigos si hubieran delincuido, y pidieran ellos mismos el castigo justo y legitimo” (p. 281). De hecho, Calvino quiso, hasta el último momento, persuadir a Server de que tenía razón al mandarle a la hoguera. Lejanos precedentes de El cero y el infinito.
[xxv]. La principal fuente contemporánea es el Libro de los mártires, de Juna CRESPIN (1554; edic. lat., 1560; última reed. Fr., Tolosa, 1885, 3 vols.) : cfr. A. PIAGET, Notas sobre el Libro de los mártires de Juan Crespin (1930); G. MOREAU, Contribución a la historia del libro de los mártires (“Bol. Soc. Hist. Prot. fr.” 1957, 173-190), y los estudios de Halkins y de otros sobre los martirologios belgas. De Crespin se nutre la Historia eclesiásticas de las Iglesias reformadas en el Reino de Francia, preparado por TEODORO DE BEZA (Ginebra, 1580; últimas ed. por P. VESSON, Tolosa , 1882, 2 vol., y por G. BAUM, E. CUNITZ y R. REUSS, París, 1883-1889, 3 vols.). Esta historia es completada con provecho por la réplica de un magistrado católico de Burdeos, inclinado primero a favor de la Reforma; Florimundo de RAEMONDO, en su Historia del nacimiento, progreso y decadencia de la herejía de este siglo (París, 1605, 2 vols., y otras ed.). Véase también N. WEISS, La cámara ardiente (1540-1555) (París, 1889).
[xxvi]. “Yo no conozco a ningún luterano –decía un gentilhombre provenzal en la mesa del Arzobispo de Ais, a propósito de los luteranos de Luberon (CRESPIN, ED. Tolosa de Lenguadoc, I, p. 386)- y no sé que cosa sea luterería, sólo sé que Vos llamáis luteranos a los que predican la doctrina del Evangelio”.
[xxvii]. Supra, pp. 215-216.
[xxviii]. CRESPIN, ed. de Tolosa (de Lenguadoc), I, p. 348.
[xxix]. “Me acuerdo que, cuando Anne de Bourg, consejero del parlamento de París, fue quemado (1559), todo París se maravilló por la constancia de este hombre. Derramábamos lágrimas de dolor en nuestros colegios al volver de este suplicio y lamentábamos su causa después de su fallecimiento, maldiciendo a estos jueces que le habían condenado justamente. Su predicación poderosa sobra la pira hizo más daño que cien ministros juntos”.
[xxx]. Cuarenta y una publicadas en treinta y siete años, a saber, ocho Biblias completas, una en francés; ocho nuevos testamentos, dos con el texto francés; las otras eran fragmentos de textos sagrados, siete de los cuales contenían comentarios de Calvino.
[xxxi]. Citemos solamente, según Hauser, el Alfabeto o instrucción cristiana para los niños (Lyon, 1558), empezando por el alfabeto o el silabario, en el que los Diez Mandamientos “estaban puestos en ritmo por Clemente Marot”, la interpretación reformada de la Cena claramente enseñada y el Ave María cuidadosamente olvidada entre las “Devotas y cristianas oraciones, que deben aprenderse y recitarse ordinariamente, no sólo por los niños, sino también por todas las personas cristianas”. Véase también G. BERTHOUD, “Libros seudo-católicos de contenido protestante”, en Aspectos de la propaganda religiosa (Ginebra, 1957, pp. 143-154). Ejemplos posteriores manifiestan más bien un piadoso sincretismo: H. DANNREUTHE, La confesión de pecados de la liturgia de las I. R. de Francia en un libro de piedad católica (“Bol. Soc. Hist. Prof. fr.”, 1909, páginas 158 y ss.), al servicio de los “convertidos sinceros” adictos a este texto de su antigua fe.
[xxxii]. RAEMOND (II, fol. 169, V.·): “Estos camaradas de imprenta, y las ganas de lucro que había ya experimentado y con el fin de tener más fácil acceso a las ciudades y por los campos en las casas de la nobleza, algunos de ellos se hacían vendedores de adornos para las damas, escondiendo en el fondo de sus bolsos estos pequeños libros que ofrecían a las jovencitas, pero esto era a hurtadillas, como tratándose de una cosa que ellos poseían muy rara, para despertar mejor la curiosidad”. Crespin escribe (I, p. 560) que el albigense Jean Joëry y su criado, volviendo de Ginebra en 1561, “para aprovechar algo su viaje y para consolar también a los fieles de su país, venían cargados de buenos libros”.
[xxxiii]. J. D. SAUVIN, Filiberto Hamelin, mártir hugonote en 1557 (Ginebra, 1957).
[xxxiv]. “Si ven –escribe un mártir- un Nuevo Testamento en las manos de un mecánico (artesano u obrero), dicen en seguida que es un hereje; y, en cambio, se le permite tener cualquier libro de amores y locuras”.
[xxxv]. F. BOVED, Historia del salterio de las Iglesias reformadas (París, 1872); O. DOUEN, Clemente Marot y el salterio hugonote (París, 1878-1879, 2vols.); J. P. VER, La cantinela hugonote del siglo XVI (Realvilkle, 1918); E. HAEIN, El problema del canti sagrado en las Iglesias reformadas y el tesoro de la Cantilena (1926); P. DEVOLUY, El salterio hugonote, Colección de 54 antiguos salmos en su forma auténtica (1928); E. DOUMERGUE, El verdadero canto del verdadero salmo hugonote (Zurich,1929); id; La música original de los salmos hugonotes (ibid 1934); A. CELLIER, “La música calvinista y los salmos en el siglo XVI”. T. I de la Historia de la música de la “Enciclopédie de la Pléyade” (París, 1960), pp. 113411551. Véase también infra pp. oo.
[xxxvi] . “Es curioso en extremo, observaba Devoluy, encontrar, por ejemplo, en la melodía del salmo LXV de Beza, O Dios, la gloria que Te es debida – Te espera dentro de Sión…el tema de la canción profana y alegre Petite camusette – A la mort m`aves mis”. Estas semejanza parece que hacía sonreír a Calvino, pero él era, en principio, contrario a estos reemplazos, que fácilmente quedan en la memoria por causa del mismo ritmo, mientras que Lutero admitía el uso de bellos aires, incluso pervertidos por el uso mundano y que el Souterlie de Lens, de Amberes (1540), da a los 150 salmos flamencos unos aires populares holandeses, alemanes y franceses, como “timbres”; el hecho es excepcional en el salterio ginebrino: P.-A. GAILLARD, “A propósito de la música del salterio hugonote. Las melodías hugonotas ¿fueron al principio unos “timbres” para adaptar a las traducciones de los salmos?” (“Bol. Soc. Hist. Prot fr.”, 1952, pp. 200-203). Sobre las singulares fantasías de la práctica católica en estas materias: A. PONS, Derecho eclesiástico en música sagrada, t. III (San Mauricio, Suiza, 1960), páginas 89-90.
[xxxvii]. L. AUDIAT, Estudios sobre la vida y trabajos de Bernardo Palissy (París, 1868); E. DUPUI, Bernard Palissy (ibid; 1894); N. WEISS; El origen y los días postreros de Bernard Palissy (“Vol. Soc. Hist. Prot. fr.”, 1912, pp. 369 y ss.); A. M. SCHMIDT, La teodicea calvinista de Bernardo Palissy (“Fe y Vida”, 1934, pp. 818 y ss.); P. ROMANE-MUSCULUS, Bernardo Palissy (ibid; 1935, pp. 609 y ss.). Las Obras de Palissy, vueltas a publicar por ANATOLE FRANCE (París, 1880), han sido reeditadas en seguida por B. FILON, con una noticia de L. AUDIAT (Niort, 1888, 2 vols.).
[xxxviii]. T. II, fol. 18. La veracidad del episodio ha sido discutida: cfr “Bol. soc. hist. Prot. fr.”, 1858, pp. 85 ss.
[xxxix]. Conocer a Dios y servirle (comentario de la Confesión de fe escocesa de 1560) (Neuchâtel y París,

Transcripción: Lemuel Reyes
Leer más...